Los primeros años de mi vida los pasé junto al fuego de la cocina de mi madre y de mi abuela, viendo como estas sabias mujeres, al entrar en el recinto sagrado de la cocina, se convertían en sacerdotisas, en grandes alquimistas que jugaban con el agua, el aire, el fuego, la tierra, los cuatro elementos que conforman la razón de ser del universo. Lo más sorprendente es que lo hacían de la manera más humilde, como si no estuvieran haciendo nada, como si no estuvieran transformando el mundo a través del poder purificador del fuego, como si no supieran que los alimentos que ellas preparaban y que nosotros comíamos permanecían dentro de nuestros cuerpos por muchas horas, alterando químicamente nuestro organismo, nutriéndonos el alma, el espíritu, dándonos identidad, lengua, patria.
Fue ahí, frente al fuego, donde recibí de mi madre las primeras lecciones de lo que era la vida. Fue ahí donde Saturnina, una sirvienta recién llegada del campo, me impidió un dia pisar un grano de maíz tirado en el piso porque en él estaba contenido el Dios del Maíz y no se le podía faltar el respeto de esa manera. Fue ahí, en el lugar más común para recibir visitas, donde yo me entere de lo que pasaba en el mundo. Fue ahí donde mi madre sostenía largas pláticas con mi abuela, con mis tías y de vez en cuando con algún pariente ya muerto. Fue ahí, pues, donde atrapada por el poder hipnótico de la llama, escuche todo tipo de historias, pero sobre todo, historias de mujeres.
Mas tarde tuve que salir, me aleje por completo de la cocina. Tenia que estudiar, prepararme para mi actuación futura en la sociedad. Cuantas cosas aprendí! En esa época me sentía superior a las pobres mujeres que pasaban su vida entera en la cocina. Sentía mucha lastima de que nadie se hubiera encargado de hacerles saber, entre otras cosas, que el Dios del Maíz no existía. Creía que en los libros y en las universidades estaba contenida la verdad del universo. Con mi titulo en una mano y el germen de la revolución en la otra el mundo se abría para mí. El mundo público, por supuesto, un mundo completamente alejado del hogar. Sentíamos que los urgentes cambios sociales que se necesitaban en los años sesenta se iban a dar fuera de la casa. Todas teníamos que incorporarnos, salir, luchar. No había tiempo que perder, mucho menos en la cocina. Lugar por demás devaluado, junto con las actividades hogareñas que se veían como actos cotidianos sin mayor trascendencia que únicamente obstaculizaban la busqueda del conocimiento, el reconocimiento publico, la realización personal. Las mujeres, pues, no pensamos dos veces en abandonar nuestro mundo intimo y privado para participar activamente en el mundo publico, con la sana intención de lograr importantes cambios sociales que culminarían con la aparición del "Nuevo Hombre". Y junto a los hombres tomamos las calles y a veces repartíamos flores y a veces consignas. Y por todos lados se escuchaban nuestros cantos de protesta, y nos pusimos pantalones y arrojamos los sostenes por la ventana.
Mientras todo esto pasaba y aparecía el nuevo hombre, una explosión de amor me hizo casarme con un hombre extraordinario y tener una hija maravillosa… a los cuales tenia que alimentar. No por obligación, por amor. Sin embargo, el retorno a la cocina no me fue tan fácil. Yo quería que mi hija conociera su pasado, comiendo lo mismo que yo había comido en mi niñez. Lo malo fue que ya no me acordaba de las recetas de la familia. Al principio, llamaba a mi madre por teléfono, pero un dia, apenada por mi falta de memoria, intente recordar una receta por mi misma y fue asi que descubrí que, efectivamente, como lo había sabido en mi niñez, era posible escuchar voces en la cocina. Oi con toda claridad a mi madre dictándome la receta paso a paso. Después, ya con un poco de práctica, pude escuchar la voz de mi abuela muerta que me decía cómo preparar tal o cual platillo. Y encontré que mientras preparaba la comida era realmente placentero contarle a mi hija las mismas historias que yo había escuchado frente al fuego. Y que era mas seguro curarla con los tés de mi mamá que con medicinas.
Con enorme tristeza tuve que aceptar que ninguna de las revoluciones en las que participamos logro crear un sistema propicio para la aparición del "Nuevo Hombre". Pues este no puede surgir de una sociedad en desequilibrio, de una sociedad encaminada únicamente a la producción y al consumismo, de una sociedad que no satisface por igual las necesidades materiales como las espirituales del ser humano. Urge nuevamente un cambio. Es necesario ajustar nuestra escala de valores y modificar las sociedades donde los intereses económicos llevados al extremo producen, irracionalmente, no solo objetos sino armamentos para la guerra. Sociedades a las cuales no les importa la destrucción del planeta y del ser humano mientras estén obteniendo utilidades, y esto no puede continuar asi.
Es inminente la llegada de una nueva revolución y pienso que ahora no se va a dar de afuera hacia adentro, sino a la inversa. Esta consistirá en la recuperación de nuestros ritos, de nuestras ceremonias, en el establecimiento de una nueva relación con la tierra, con el universo, con lo sagrado. Todo esto solo es posible en los espacios íntimos. Es ahí, alrededor del fuego, donde surgirá el "Nuevo Hombre", como resultado de una labor de pareja. Será un ser que dará tanto valor a la producción como a la reproducción, a la razón como a la emoción, a lo intimo como a lo publico, a lo material como a lo espiritual. Será un ser equilibrado que proporcionara el surgimiento de sociedades en equilibrio. Un ser que comprenderá claramente que la realización personal no debe estar ligada únicamente a un reconocimiento público y a una retribución económica. Un ser que valorará los pequeños actos realizados en la intimidad en su verdadera dimensión y trascendencia, porque entenderá que son actos que están modificando la sociedad de igual manera que los que se realizan públicamente, actos que elevan nuestra condición humana y nos permiten entrar en comunión con nuestro pasado para saber de donde venimos y hacia donde debemos ir.
Quiero compartir esto con todas aquellas mujeres que no han olvidado que las piedras hablan, que la tierra es un ser vivo, y que convierten cada acto cotidiano en una ceremonia de unión con el universo durante los doce intensos y masculinos meses solares, durante las trece mágicas y femeninas lunas cada año de sus vidas sin que nadie les haya dado nunca un reconocimiento.
Laura Esquivel
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